La humilde y sumisa determinación de Jesús de ir a la cruz

Por Ben Jiménez

“La luna llena de la pascua se eleva sobre Jerusalén, y la última noche de la vida terrenal de Jesús empieza. Su ministerio, de principio a fin, ha estado una batalla continua contra el poder de las tinieblas, pero esta noche encuentra a los principados y potestades preparando una formación no antes vista” [1].

Esa última noche cuando Dios permitió que las puertas del hades fueran abiertas y toda la obscuridad del infierno, y su pesadumbre cayeran de lleno sobre Jesús es la misma noche en que él sirvió la mesa para sus amigos más cercanos; la misma noche que se quitó su túnica - la cual iba a ser apostada por los guardias que lo golpearían - y se arrodilló para lavar los pies de aquellos que lo negarían y abandonarían. Esa misma noche también se arrodilló para orar; cuando sus discípulos no pudieron más que quedarse dormidos. Es la misma noche en la que los once discutieron una última vez sobre quién sería el mayor cuando Jesucristo consumara su reino; cuando Jesús les declaró una vez más lo que estaba haciendo: “entre vosotros yo soy como el que sirve” (Lucas 22:27). Si hubieran entendido que se refería a lo que iba a hacer por ellos solo unas cuantas horas más tarde en el calvario…

Esa misma noche tres cosas fueron claras. No que no hayan sido claras antes, pero Jesús, esta noche, deja en claro de forma definitiva que al ir a la cruz, él lo hace con una (1) humilde y (2) sumisa (3) determinación.

Humildad

La humanidad de Jesús que siempre estuvo allí, es destacada para nuestro aprendizaje; para su glorificación. El hombre Jesucristo, sabiendo el infierno que estaba a punto de experimentar, humildemente oró, “Padre, si es tu voluntad, aparta de mí esta copa” (Lucas 22:42). La copa que está a puto de tomar es más de lo que cualquier hombre puede soportar. Nuestro sumo sacerdote, capaz de compadecerse de nosotros, quien en todo fue tentado, pero sin pecado, abiertamente le declara al Padre su lucha y en humildad reconoce que necesita al Padre. Él sabe que, tal como enseñó a sus discípulos, si no vela y ora, entrará en tentación. Jesús perfectamente ejemplifica la previa instrucción; y en humildad se abre con su Padre y le expresa su lucha. Esta copa es muy amarga. Si tan sólo pudiera ser quitada.

Sumisión

Jesús, sin embargo, no demanda nada de su Padre. Si alguien, hipotéticamente hablando, tiene el derecho de demandar algo del Padre, ese sería Jesucristo, Dios hecho carne, pero Jesús entiende su lugar y, en obediencia y sumisión total, continúa su oración, “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya.” Él sabe que no hay otra forma. El Padre ya ha predeterminado una forma de efectuar su plan para redimir al mundo; la cruz. La única alternativa es destruir el mundo que contra él se rebeló. Esta hora de obscuridad no es momento de flaquear, o de dejar que la agonía arruine tan bello plan. El Dios hombre, el siervo de Dios no fue desobediente (Isa 50:5).

Determinación

El siervo de Dios tampoco se hecho para atrás, no escondió su rostro, sino que como pedernal puso su rostro (Isa 50:5-7). Con determinación avanzó firme hasta el calvario. No hubo un momento en el que el plan redentor de Dios peligró. A pesar de los varios intentos del satán de disuadir al campeón redentor de ir a la cruz, Jesús, con gotas de sangre, de su Padre se agarró, a su voluntad se sometió y al calvario él marchó. Encaró a los que lo prendían, como el verdadero juez, declaró ante el sanedrín su posición de honor. Enfrentó a Pilato y Herodes. Para que su muerte sucediera, el profeta se abstuvo de profetizar, el juez, fue juzgado, el salvador, para salvar al mundo, a sí mismo no se salvó. El Rey, el Cristo, el escogido de Dios, con humilde y sumisa determinación subió a su trono de madera aspera y fue coronado con espinas para salvarte a ti y a mí.


[1] Charlotte Elliott, Christian, seek not yet response. (Mi traducción).